¿Cuántas veces hemos oído frases como “El halago
debilita” o “Los abracitos y los besitos no valen para nada. Lo que importa es
lo que pasa dentro del campo”… Si estamos un poco al tanto del mundo del
deporte, probablemente muchas. Pero, ¿qué tienen de ciertas estas expresiones?
Hablemos brevemente del cerebro. Sabemos que uno de
los principales elementos que facilitan el aprendizaje humano es el refuerzo
positivo; es decir, si yo recibo una recompensa por hacer algo, se incrementa
la probabilidad de que llevemos a cabo esa acción en el futuro. Desde ese punto
de vista, y teniendo en cuenta que el halago funciona como un reforzador, no
sólo no debilita, sino que potencia nuestras actuaciones.
Hay muchos elementos que pueden resultar reforzantes
para una persona: de tipo material (conseguir algo concreto como puede ser un
premio, un regalo, dinero, etc.), los que nos llevan a hacer una actividad de
nuestro agrado a modo de “celebración” (actividades placenteras como pueden ser
realizar un viaje o acudir a un concierto) o los refuerzos sociales
(expresiones tipo sonrisas, abrazos, besos o chocar las manos; reconocimiento
individual o grupal; expresiones de satisfacción).
El refuerzo social que recibimos cuando realizamos
una acción positiva resulta muy estimulante a corto, medio y largo plazo. El
cerebro en estas situaciones responde generando placer, y esa respuesta
cerebral ayuda a que aprendamos mejor aquello que nos ha llevado a conseguir el
refuerzo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando estamos practicando deporte y
alguien elogia nuestro esfuerzo, nuestra actuación o nos anima a seguir
adelante. Todo ello nos resulta placentero, y el cerebro así lo registra.
Muy en relación con este mecanismo cerebral está la motivación
de logro, que es el deseo o necesidad de realizar las cosas del mejor modo
posible para obtener satisfacción. Es decir, es el tipo de motivación que nos
impulsa a hacer las cosas bien por el hecho de hacerlas bien, nada más (y nada
menos) y resulta muy potente como motor de nuestras acciones. Tal y como señala
David McClelland, el medio ambiente en el que se desenvuelve el sujeto
proporciona las bases que permiten (o no) el nacimiento, desarrollo y
mantenimiento de dicha motivación.
El logro (un éxito) tiene una consecuencia
inmediata: el orgullo, que se puede definir como un sentimiento de satisfacción
hacia algo que para nosotros resulta meritorio. Hay pocas sensaciones tan
agradables como recibir un reconocimiento por haber hecho algo “bien”. Por eso
es tan importante hacer reconocimientos explícitos a los logros de nuestros
deportistas, ya seamos padres, madres o entrenadores. Aquí hay que señalar que
cuando practicamos deporte hacer algo “bien” no es sólo meter un gol, una canasta
o ganar un partido, sino también pulir en el día a día mi técnica de carrera,
mejorar un gesto técnico que me acabará llevando a meter canastas, acudir a
todos los entrenamientos, ser solidario con los compañeros y respetuoso con el
entrenador, respetar las normas, etc. Es decir, para valorar que algo está
“bien” no hay que fijarse sólo en la meta (ganar el partido) sino sobre todo en
el proceso (qué cosas voy haciendo en el día a día para acabar ganando el
partido).
Volviendo al orgullo, se trata de una emoción con mala
fama, tal vez injustificada, ya que cuando pensamos en ella normalmente la
enfocamos desde la vanidad o la arrogancia; de hecho, estos son los términos
que utiliza la Real Academia de la Lengua para definirla. Esta connotación nos
lleva con facilidad a un círculo vicioso: hay que evitar el exceso de orgullo.
¿Cómo? Minimizando el reconocimiento de los logros porque si reforzamos en
exceso, el orgullo se convierte en vanidad, ésta nos lleva a la
autocomplacencia y a la relajación y la conclusión entonces es clara: “el
halago debilita”.
Por tanto, trampa número 1: inundar de halagos sin
medida a nuestros deportistas. Esta estrategia suele dar lugar a niños y niñas
narcisistas, con una autoestima deportiva “inflada” y una imagen de sí mismos
distorsionada, que no valoran el esfuerzo como medio para conseguir metas y
que, a base de sólo recibir elogios, acaban por no tolerar las críticas o las
sugerencias de mejora. Hablamos de deportistas “poco entrenables” en un futuro
y en muchos casos con dificultades para adaptarse al funcionamiento de un
equipo o para reconocer a sus entrenadores como figuras de autoridad.
Pero ¡ojo!, porque a veces para no caer en la
primera trampa caemos en la trampa número 2: mejor no premiarles cuando hacen
las cosas bien y señalarles constantemente lo que han hecho mal “para que no se
relajen”, “para que no se lo crean demasiado” o “porque en la vida se van a
llevar muchos palos y es mejor que se vayan acostumbrando”. Esto suele dar
lugar a niños y niñas desconectados de sus cualidades, con dificultades para reconocer
sus logros y que ponen el mérito de lo que hacen en factores externos (la
suerte, lo malo que era el rival, “es que he tenido un buen día”). Niños y
niñas que, a su vez, tienden a cargar con la responsabilidad de lo que sale
mal, a estar muy pendientes de lo que tienen que mejorar y a no fijarse en lo
que ya funciona. Niños, en definitiva, que no disfrutan de sus procesos, de lo
que aprenden cuando practican un deporte, sino sólo del resultado final, y a
veces ni siquiera de eso.
En resumen, el funcionamiento psicológico humano nos
dice que estas estrategias no son eficaces a largo plazo. Y no lo son porque
(volvemos al principio) el cerebro aprende más y mejor cuando recibe refuerzos.
¿Con eso basta? No; especialmente cuando tratamos con niños y niñas en deporte
base, hay que enseñarles también a gestionar esos reconocimientos, a que no se
conviertan en trampas que les atrapen en la vanidad y la autocomplacencia.
Recibir elogios por aquello que hacemos bien no implica abandonar el esfuerzo y
el trabajo diario. Pero con una autoestima bien fortalecida, dicho esfuerzo es
mucho más estimulante, eficaz y divertido.
Conclusión: el (mal) halago debilita, la ausencia de
halago nos aísla y el halago bien gestionado es el mejor camino para el
éxito.
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